julio 05, 2010

Domingo, el guarda del tren.

Eran otros tiempos..., cuando la traza de los caminos estaba condicionada al clima. Rutas de tierra y en épocas de lluvia verdaderos lodazales.

Por Juan Carlos Toloy

Sólo el tren era la forma de llegar a una ciudad o pueblo del interior. Nada imposibilitaba el servicio de pasajeros y cargas.
Allí, en este trajinar de hierro y vapor realizaba sus funciones de trabajador ferroviario, como guarda, Domingo. Era un hombre alto, fornido, amable y siempre sonriente. Quizás el ámbito de sus labores diarias le dio esa identidad personal, porque trataba con diferentes hombres y mujeres y hasta niños que cargaban muchas familias por la seguridad y comodidad del servicio.
Domingo conocía cada palmo del trayecto que cumplía el tren y sabía de su responsabilidad de atender a los viajeros, especialmente a algunos de ellos en razón de la frecuencia —a veces casi diaria— de sus traslados.
También conocía gente de las estaciones de pueblo y tal era ese acercamiento, que en el ramal de Basavilbaso, donde se hacían cambios de máquinas, algunas veces tenía que pernoctar.

LLEGA EL AMOR.
Allí, justamente, conoció a una joven, Ana, con la que estableció un compromiso de noviazgo y después de casamiento. Ella se vino a vivir a Paraná y él continuó viniendo por su tarea obligatoria de empleado.
Por cercanía familiar tenía algunas charlas con Domingo, y era maravilloso adentrarme en sus anécdotas de viaje. Allí iban mezclados el hombre de la ciudad y el hombre de campo. Ellos manejaban una charla diferente de sus actividades, pero todos coincidían en el beneficio notable, trascendente, ilimitado, que brindaba el tren, que llegaba a destino aun en las peores condiciones del tiempo.

Domingo contaba cosas de esas opiniones y estaba orgulloso de servir y ser necesario en la empresa, hasta que llegó el día, infausta fecha, de la caducidad del tren por la peor medida de todas las épocas, porque mientras en otros países se implementaban fuertes recursos para modernizar estos servicios, aquí se los destruía y sin recuperación.
Cuando joven, por la propia tarea de periodismo, tuve oportunidad de viajar infinidad de veces en tren. Era realmente atrayente, aun pese a las demoras que solía haber con relación al viaje en automotor, porque había sugestivas ventajas, una de ellas era que constituía casi un paseo.
Se viajaba cómodo, con la libertad de caminar por los coches, ir al comedor, para el almuerzo o la cena según el horario o simplemente a apurar un café.
Se podía dedicarle algunos momentos a la lectura y hasta entregarse a algún breve sueño tranquilizador.
Admirar el paisaje rural, los trigales y linares y oír el pito de la locomotora que anunciaba su arribo a determinada estación, donde gente del lugar formaba grupos para recibir o despedir a alguien, o simplemente para curiosear y de paso extender un saludo amistoso.

NOSTALGIA. 

Domingo, el guarda, quedó relegado de esta tarea. Solo, en familia, se recostaba a los recuerdos y ambos, en ocasiones, compartíamos esa triste realidad argentina, porque eso no sucedió sólo aquí, en este litoral, sino en muchas provincias más.
Hoy, quienes conocimos aquella etapa de los transportes de pasajeros y cargas, recobramos el entusiasmo, porque prevemos que si esa política de la vuelta del tren se desarrolla con energía, comprometiendo el mayor esfuerzo, en todos los niveles oficiales del país, se podrían recuperar y poner en marcha servicios modernos en los más alejados pueblos argentinos y darles prosperidad a aquellos que la perdieron hace años.

Domingo y Ana, ambos identificados con el mundo ferroviario —él, por empleado en la empresa; ella, por haber nacido en una localidad eminentemente ferroviaria—, ya no están, pero desde allá, donde se encuentren, tendrán la dicha que algo está por volver, algo que ambos amaban como un tesoro casi familiar: el tren.
Cuando escribo estas líneas vienen a mi memoria reflexiones de Narosky, que bien pueden aplicarse: “Para crear hacen falta gigantes y años. Para destruir basta un enano y un segundo”.

Fuente: El Diario de Paraná.


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